2 de octubre de 2015

Amor perfecto


Existe un instante en el amor, en el que uno se da cuenta de la trampa de que ha sido víctima. Conoces a alguien, observas cualidades admirables, casi redentoras, encuentras encantos únicos que alzan a la categoría de milagro sólo el hecho de haberlo conocido; y poco a poco vas ahondando en ese hombre que creías ser el de tu vida, y descubres que no, que es ni más ni menos como los demás, que en algún momento también te decepcionó igual que te desilusionaron otros, que ese ser que una soñaba tan singular alberga la misma mundanidad, debilidad e individualismo que el resto de todos nosotros.

Pero ese desencanto... ¿procede de él...? o ¿de nuestra imaginación?. Me gustaría que fuera esto, decimos. Que se portara así, que hiciera... que me regalara... que...

El título es una fantasía, que cuando no se ve satisfecha, se convierte en frustración, después cede el paso a la incredulidad y a esa sensación borrosa y desconcertada, en la que la única explicación que se te ocurre es que eres una auténtica imbécil, incapaz de entender todo lo que ha ocurrido, en gran parte, porque tú lo has motivado.

Cuando una llega a la conclusión de la imbecilidad, me refiero, aparece otro pensamiento: el de la estafa. Todo ha sido un fraude, un timo y un agravio. Yo soy inocente, una víctima sin ninguna responsabilidad. Y es entonces cuando suele llegar el tiempo en el que dejas de preocuparte, en el sentido más amplio de la palabra, todo te da igual porque te has convertido en una mujer reservada y esquiva.

Hasta que un día, renuncias a la batalla por agotadora, y buscas algo nuevo, te distraes con el vuelo de un pájaro, te saltas un semáforo y te ponen la primera multa... ¿Cuál es el motor que mueve esta ilusión por seguir adelante?

Ese mismo día aparecieron unos ojos misteriosos que te gustaría descifrar, y piensas... me gustaría que fuera... que fuera un hombre de voz segura, piel suave, que me escribiera mensajes de amor y que acomodara mi cuerpo en la posición justa para guardar silencio durante horas, y aunque los años y la experiencia me hayan convertido en una mujer cautelosa, necesito a esa coquette que todas mujeres llevamos dentro para seguir viviendo.


Maryflor






Pintura de Janet Hill





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