En la gris y temblorosa luz del alba de una mañana de primavera, ¿no habéis experimentado, al oír murmurar los pájaros en los árboles con una cadencia misteriosa, que no podían ser sino flores que hablaban entre ellas?
Pero está fuera de duda que, para la humanidad, el amor de las flores ha debido nacer al mismo tiempo que la poesía del amor. ¿Podemos acaso concebir la revelación de un alma virgen, mejor que en presencia de una flor, dulce en su inconsciencia, que acaso no tiene perfume sino porque es silenciosa?
Al ofrecer a su amada la primera guirnalda, el hombre primitivo se elevó por encima de la bestia; elevándose por encima de las necesidades groseras de la Naturaleza, ha sido humano; al apreciar la sutil utilidad de lo inútil, ha entrado en el reino del arte.
En la alegría y en la tristeza, las flores son nuestras amigas fieles. Comemos, bebemos y bailamos con ellas. Nos bautizan y nos casamos con flores. No osamos morir sin ellas. Hemos adorado con el lirio, hemos meditado con el loto, hemos batallado con la rosa y el crisantemos. Hemos intentado hablar el lenguaje de las flores. ¿Cómo podríamos vivir sin ellas? Da pavor pensar en un mundo vacío de su presencia. !Qué consuelo nos traen a la cabecera del enfermo, qué luz de bendición a las tinieblas de los espíritus fatigados!
Su serena ternura reconforta nuestra confianza vacilante en el universo, como la mirada dulce de una criatura resucita nuestras perdídas esperanzas. Cuando estamos acostados bajo la tierra son ellas las que permanecen llorando sobre nuestras tumbas.
Pero por muy triste que nos sea, debemos confesar que a pesar de nuestra familiaridad con las flores, no nos hemos elevado mucho por encima del bruto. Rascad la oveja y el lobo que vive en nosotros no tardará en mostrar sus colmillos. Alguien ha dicho que el hombre es, a los diez años, un animal; a los veinte, un loco; a los treinta, un fracasado, a los cuarenta, un falsario y a los cincuenta, un criminal. Acaso no llegue nunca a ser un criminal porque no ha cesado nunca de ser un animal. Lo único real para nosotros es el hambre, lo único sagrado, nuestros deseos. Todos los altares, unos tras otros, se han derrumbado ante nuestros ojos; uno solo subsiste eterno, aquel sobre el que incensamos nuestro ídolo supremo: nosotros mismos.
Nos alabamos de haber dominado la materia y olvidamos que es la materia la que ha hecho de nosotros unos esclavos.
!Cuántas atrocidades cometemos en nombre de la cultura y del refinamiento!
Decídme, bellas flores, lágrimas de las estrellas, que estáis ahí, en vuestro jardín, balanceándose según el placer de la abejas que cantan al sol y el rocío, ¿conocéis el terrible destino que os espera?
Soñad, balanceaos, murmurad cuando podáis entre las brisas del verano. Mañana, una mano implacable os arrancará brutalmente, seréis despedazadas, llevadas lejos de vuestras apacibles mansiones. !Pasaréis por bellas! !Pero cuánto más bellas erais cuando la mano que os arrancó no estaba manchada con vuestra sangre! Vuestro destino será quizá adornar los cabellos de una mujer sin corazón o el ojal de quien no osaría miraros frente a frente si fueseis un hombre. Acaso vuestra suerte sea un jarro estrecho con un poco de agua estancada para apagar vuestra ser torturadora que indica que la vida se acaba.
Flores, si habitaseis el palacio del Mikado, encontraríais alguna vez un terrible personaje que se llama a sí mismo el maestro de las flores, armado de unas tijeras y de una sierrecilla. Se atribuye los derechos de un doctor, y por instinto lo odiaríais, pues no ignoráis que un doctor trata siempre de prolongar los sufrimientos de sus víctimas. Os cortaría, os doblaría, os torcería en todas las posiciones imaginables que juzgase úitil imponeros. Torcería vuestros músculos y dislocaría vuestros huesos como un osteópata. os quemaría con carbones ardientes para restañar vuestra sangre y os hundiría alambres en la carne para activar vuestra circulación. os teñiría con sal, vinagre, alumbre o vitriolo.
Cuando estuvieseis desfallecidas arrojaría a vuestros pies agua hirviendo para reaninaros. Estaría orgulloso de conservaros vivientes dos o tres semanas más de las que hubierais vivido sin su tratamiento.
¿No hubierais preferido morir en cuanto habéis sido cogidas?
¿Qué crimen habéis cometido durante vuestra encarnación pretérita para merecer tal castigo durante ésta?
La devastación de las flores practicada en Occidente, es acaso más cruel que los tratamientos aplicados por los maestros de Oriente. La cantidad flores cortadas a diario para adornar salones y mesas de banquetes es enorme, atadas juntas formarían una guirnalda a un continente. Comparada con esta indiferencia completa de la vida, el crimen del maestro de las flores es insignificante.
Él respeta la economía de la Naturaleza, escoge sus víctimas con esmero y una vez muertas honra sus restos. En Occidente el puesto de flores forma parte del decorado de la riqueza; es la fantasía de un momento.
¿Dónde van estas flores cuando la fiesta ha terminado?
¿Hay algo más doloroso que ver una flor marchita arrojada sin remordimientos sobre un montón de estiércol?
¿Por qué serán las flores tan bellas siendo tan desgraciadas?
Los insectos pueden picar y el animal más tranquilo tiene defensas cuando se siente acorralado. Los pájaros cuyas plumas son buscados para adornar los sombreros, pueden escapar, volando, a su perseguidor; el animal velludo cuya piel codiciáis, puede ocultarse a vuestra vista.
!La única flor que tiene alas es la mariposa!
Todas las demás quedan inmóviles y desarmadas ante sus verdugos.
Si lanzan gritos durante su agonía, no llegarán a nuestros oídos endurecidos. Somo brutales ante los que nos aman y sirven en silencio, pero puede venir la hora en que nuestra crueldad aleje de nosotros nuestros mejores amigos. ¿No habéis notado que las flores son más escasas de año en año? Acaso sus sabios les ha aconsejado huir hasta que el hombre sea más humano; sin duda han emigrado al cielo.
En la alegría y en la tristeza, las flores son nuestras amigas fieles. Comemos, bebemos y bailamos con ellas. Nos bautizan y nos casamos con flores. No osamos morir sin ellas. Hemos adorado con el lirio, hemos meditado con el loto, hemos batallado con la rosa y el crisantemos. Hemos intentado hablar el lenguaje de las flores. ¿Cómo podríamos vivir sin ellas? Da pavor pensar en un mundo vacío de su presencia. !Qué consuelo nos traen a la cabecera del enfermo, qué luz de bendición a las tinieblas de los espíritus fatigados!
Su serena ternura reconforta nuestra confianza vacilante en el universo, como la mirada dulce de una criatura resucita nuestras perdídas esperanzas. Cuando estamos acostados bajo la tierra son ellas las que permanecen llorando sobre nuestras tumbas.
Pero por muy triste que nos sea, debemos confesar que a pesar de nuestra familiaridad con las flores, no nos hemos elevado mucho por encima del bruto. Rascad la oveja y el lobo que vive en nosotros no tardará en mostrar sus colmillos. Alguien ha dicho que el hombre es, a los diez años, un animal; a los veinte, un loco; a los treinta, un fracasado, a los cuarenta, un falsario y a los cincuenta, un criminal. Acaso no llegue nunca a ser un criminal porque no ha cesado nunca de ser un animal. Lo único real para nosotros es el hambre, lo único sagrado, nuestros deseos. Todos los altares, unos tras otros, se han derrumbado ante nuestros ojos; uno solo subsiste eterno, aquel sobre el que incensamos nuestro ídolo supremo: nosotros mismos.
Nos alabamos de haber dominado la materia y olvidamos que es la materia la que ha hecho de nosotros unos esclavos.
!Cuántas atrocidades cometemos en nombre de la cultura y del refinamiento!
Decídme, bellas flores, lágrimas de las estrellas, que estáis ahí, en vuestro jardín, balanceándose según el placer de la abejas que cantan al sol y el rocío, ¿conocéis el terrible destino que os espera?
Soñad, balanceaos, murmurad cuando podáis entre las brisas del verano. Mañana, una mano implacable os arrancará brutalmente, seréis despedazadas, llevadas lejos de vuestras apacibles mansiones. !Pasaréis por bellas! !Pero cuánto más bellas erais cuando la mano que os arrancó no estaba manchada con vuestra sangre! Vuestro destino será quizá adornar los cabellos de una mujer sin corazón o el ojal de quien no osaría miraros frente a frente si fueseis un hombre. Acaso vuestra suerte sea un jarro estrecho con un poco de agua estancada para apagar vuestra ser torturadora que indica que la vida se acaba.
Flores, si habitaseis el palacio del Mikado, encontraríais alguna vez un terrible personaje que se llama a sí mismo el maestro de las flores, armado de unas tijeras y de una sierrecilla. Se atribuye los derechos de un doctor, y por instinto lo odiaríais, pues no ignoráis que un doctor trata siempre de prolongar los sufrimientos de sus víctimas. Os cortaría, os doblaría, os torcería en todas las posiciones imaginables que juzgase úitil imponeros. Torcería vuestros músculos y dislocaría vuestros huesos como un osteópata. os quemaría con carbones ardientes para restañar vuestra sangre y os hundiría alambres en la carne para activar vuestra circulación. os teñiría con sal, vinagre, alumbre o vitriolo.
Cuando estuvieseis desfallecidas arrojaría a vuestros pies agua hirviendo para reaninaros. Estaría orgulloso de conservaros vivientes dos o tres semanas más de las que hubierais vivido sin su tratamiento.
¿No hubierais preferido morir en cuanto habéis sido cogidas?
¿Qué crimen habéis cometido durante vuestra encarnación pretérita para merecer tal castigo durante ésta?
La devastación de las flores practicada en Occidente, es acaso más cruel que los tratamientos aplicados por los maestros de Oriente. La cantidad flores cortadas a diario para adornar salones y mesas de banquetes es enorme, atadas juntas formarían una guirnalda a un continente. Comparada con esta indiferencia completa de la vida, el crimen del maestro de las flores es insignificante.
Él respeta la economía de la Naturaleza, escoge sus víctimas con esmero y una vez muertas honra sus restos. En Occidente el puesto de flores forma parte del decorado de la riqueza; es la fantasía de un momento.
¿Dónde van estas flores cuando la fiesta ha terminado?
¿Hay algo más doloroso que ver una flor marchita arrojada sin remordimientos sobre un montón de estiércol?
¿Por qué serán las flores tan bellas siendo tan desgraciadas?
Los insectos pueden picar y el animal más tranquilo tiene defensas cuando se siente acorralado. Los pájaros cuyas plumas son buscados para adornar los sombreros, pueden escapar, volando, a su perseguidor; el animal velludo cuya piel codiciáis, puede ocultarse a vuestra vista.
!La única flor que tiene alas es la mariposa!
Todas las demás quedan inmóviles y desarmadas ante sus verdugos.
Si lanzan gritos durante su agonía, no llegarán a nuestros oídos endurecidos. Somo brutales ante los que nos aman y sirven en silencio, pero puede venir la hora en que nuestra crueldad aleje de nosotros nuestros mejores amigos. ¿No habéis notado que las flores son más escasas de año en año? Acaso sus sabios les ha aconsejado huir hasta que el hombre sea más humano; sin duda han emigrado al cielo.
Alabemos al hombre que se entrega a la cultura de las flores; el hombre del tiesto es infinitamente más humano que el hombre de las tijeras. Lo vemos con placer inquietarse por la lluvia y el sol, cómo lucha con los parásitos, su miedo a las heladas, su ansiedad cuando tardan en aparecer los capullos, su éxtasis cuando las hojas tienen todo su esplendor.
En Oriente el
arte de la jardinería es uno de los más antiguos, y los cuentos y
las canciones están llenas de historias del amor del poeta por su
flor favorita. Bajo las dinastías Tang y Song, los ceramistas
crearon para las plantas recipientes maravillosos; no eran vasos,
sino verdaderos palacios llenos de piedras preciosas. Cada flor tenía
un doméstico especialmente encargado de velar por ella y de cepillar
sus hojas con un fino cepillo de pelo de conejo. Yuenchunlang, dice
en su Pingtsé que la peonia debe ser regada por una joven
maravillosamente ataviada, y el ciruelo de invierno por un monje
pálido y grave. En el Japón, una de las danzas más populares, el
hachinoki, que data de la época de Ashikaga, refiere la historia de
un caballero pobre, que no teniendo nada para calentarse, cortó una
noche, para recibir a un religioso errante, sus plantas más queridas
para quemarlas. El religioso no es otro que HOJO-Tokiyori, el
Haroun-el-Raschif del Oriente, el sacrificio del buen caballero es
recompensado espléndidamente. Aun hoy día, la representación de
esta comedia arranca lágrimas a los espectadores de
Tokio.
Antiguamente se tomaban las mayores precauciones para
preservar y cuidar las flores más delicadas. El emperador Huensung,
de la dinastía Tang, suspendía campanillas de oro de las ramas de
sus plantas para alejar los pájaros.
Era el mismo que en
primavera se hacía acompañar por los músicos de su corte, para
divertir a las flores con conciertos exquisitos.
Existe todavía
en el monasterio de Sumadera, cerca de Kobé, una tableta que la
tradición atribuye a Yoshitsuné, el héroe de nuestro ciclo de
leyendas equivalente a la Tabla Redonda; es una advertencia para la
protección de un ciruelo célebre, y está escrita en el tono de la
épica guerrera.
Después de haber hecho la descripción de la
belleza de sus flores, la inscripción dice:
"A quien hubiese
cortado una sola rama de este árbol, le será confiscado en cambio
un dedo."
¿No sería conveniente hoy aplicar estas leyes a
quienes ejercen su frenesí destructor sobre las flores y los objetos
de arte?
Y también hay que acusar el egoísmo humano del
delito de poner las flores en macetas. ¿Por qué arrancar las
plantas a su ambiente y exigirles que florezcan en lugares que les
son extraños? ¿No es esto igual que pedir a los pájaros que canten
y procreen en la prisión de una jaula? ¿Quién sabe lo que sufren
las orquídeas, ahogándose en el calor artificial de un invernáculo,
suspirando por un rayo de sol meridional?
El verdadero amante
de las flores es el que las visita en sus reductos natales, como los
poetas y filósofos de China, Taouyenming, que se sentaba delante de
una barrera de bambúes para conversar con los crisantemos salvajes,
o como Linwosing, que se extravió en medio de los caminos
misteriosos mientras se paseaba, al crepúsculo, por entre los
ciruelos en flor del lago Occidental.
Cuentan también que
Chowmushih dormía en una embarcación, a fin de que sus sueños
pudiesen confundirse con los del loto. Y este mismo espíritu animaba
a la emperatriz Komio, una de las más renombradas soberanas de Nara,
cuando cantaba:
"Si te cojo, mi mano te mancillará, ¡oh
flor! Tal cual te veo en el borde del prado, te doy en ofrenda a los
Budas del pasado, del presente y del porvenir."
Quien
conozca el alma y la manera de ser de los Maestros del Té y de las
flores, habrá observado con qué veneración religiosa tratan a
éstas. Jamás cogen una flor al azar, sino que escogen
cuidadosamente cada rama y cada tronco, sin perder nunca de vista la
composición artística que llevan en el espíritu.
Se sonrojarían
si jamás cortasen más de lo que es abundantemente necesario.
En
estos casos asocian siempre las hojas a las flores, a fin de
constituir un conjunto que conserve la belleza entera de la planta
viviente. Desde este punto de vista, como en muchos otros, su método
difiere completamente del de Occidente, donde sólo pueden verse
ramas y capullos amontonados en perfecto desorden, al azar, en un
jarrón cualquiera.
Cuando un Maestro del Té arregla una flor
según su rito, loa colocará sobre el Tokonoma, que es el puesto de
honor de toda residencia japonesa.
Nada que pueda perjudicar el
efecto que produce se colocará cerca de ella, ni aun una pintura, a
menos que haya alguna razón estética para una combinación de este
género. La flor está allí como un príncipe en su trono y los
invitados, al entrar, se inclinarán ante ella antes de saludar al
huésped. Existe toda una literatura a este respecto y son ejecutados
dibujos que se divulgan para edificación de los amantes de las
flores. Cuando la flor se marchita, el dueño la confía
cuidadosamente al río o tiernamente la oculta bajo la tierra.
Algunas veces se elevan por ellas pequeños monumentos.
Algunas
flores se vanaglorian de la muerte; las flores de cerezo, por
ejemplo, que voluntariamente se abandonan a los vientos. Quien haya
visto las avalanchas embalsamadas de Yoshino o de Arashiyama ha
podido darse cuenta. Durante unos instantes revolotean como una nube
de piedras preciosas y danzan sobre las aguas de cristal; después,
bogando por las ondas sonrientes, parecen decir:
"¡Adiós,
Primavera; vamos hacia la eternidad!"
Cha-No-Yu
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